Por: Jesús Alarcón
México vive un periodo de transición energética, pero no en la dirección esperada. El Estado pretende fortalecer a la CFE para que esta empresa productiva del Estado sea un agente económico preponderante en el mercado, muy similar a como fue de 1975 a 1992. Además, contrario al deber ser, no se están planeando cambios sustantivos al interior de la Comisión, o acciones que impulsen su eficiencia y productividad, sino que están frenando la participación de los particulares y la inversión en energías renovables.
Las autoridades justifican estas medidas como la solución a la Reforma Energética de 2013, pero en lo concerniente a esta connotación, el “recuento de los daños” de la reforma constitucional fue de 20 mil millones de dólares invertidos y 600 mil empleos creados entre 2013 y 2018, así como del incremento de 42% en la capacidad instalada de energías limpias.
Mas allá del cambio de sentido en materia energética, la forma de regular por parte del gobierno de México genera incertidumbre, pues a través de normas administrativas de menor jerarquía jurídica, como son los acuerdos, pretende impulsar una nueva política energética que contraviene lo dispuesto en las leyes y reglamentos vigentes. Esto ha ocasionado que se cuestione la continuidad de varios proyectos de inversión por parte del sector privado que representan más de 30 mmdd, la creación de 78 mil empleos y la construcción de 169 plantas eólicas y solares.
México es un claro ejemplo de que, para impulsar la transición energética, se debe contar con la participación de todos los sectores: gobierno, academia, sociedad civil y empresas privadas. Para ello, se requiere la construcción de un marco regulatorio robusto y con apego a derecho, el cual genere certidumbre jurídica y confianza entre los agentes económicos. Bajo estas condiciones, la inversión fluirá, se crearán más empleos y se protegerá al medio ambiente.
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